miércoles, 8 de junio de 2011

Revolución en la iglesia

La siguiente anécdota transcurre durante el mes de agosto de 1961, en la misa de las fiestas del pueblo salmantino donde vivía mi abuela. Os podéis imaginar, la misa del mediodía, con un sol de justicia fuera y con altas temperaturas propias de la estación.

Mi abuela se dirigió a la iglesia como todos los domingos, con mi madre en brazos, que por aquel entonces, tenía un año y unos meses. Mi abuela le había puesto un vestidito nuevo de verano, muy, bonito aprovechando la ocasión de los festejos. Entró con ella en la iglesia dispuesta a escuchar el sermón y se sentó en uno de los bancos. Empezó la ceremonia, la iglesia estaba llena como corresponde en un día así. Pero de repente, el cura miró a mi abuela fijamente y le dijo:

-Señora, haga el favor de salir del templo. ¿Cómo se atreve a traer a la niña a la iglesia sin una chaquetita, con los hombros al aire?

-No entiendo el problema –respondió mi abuela abochornada. –Hace mucho calor y se puede poner mala o darle un desmayo.

-Señora, ¿no se da cuenta de que su hija va provocando?

-Pero si tiene tan sólo un año, ¿cómo puede provocar a nadie?

De todas formas, mi abuela tuvo que salir de la iglesia y dejó al cura con la palabra en la boca. Ahora tenemos la broma en la familia de que a mi madre cuando era pequeña le gustaba provocar. Desde luego, a veces hay que oír unas cosas…

sábado, 25 de diciembre de 2010

¿Quién lleva los pantalones?

Hace poco me he enterado que a mi abuela y a mi madre fueron de las primeras mujeres en ponerse pantalones, por lo menos si hablamos en los pueblos de Salamanca. Quizá por esa época ya había mujeres en las grandes ciudades que llevaban pantalones a diario, pero a ver quién osaba a hacerlo en un pueblo donde todo el mundo habla de los vecinos.

Mi madre me contó que mi abuela vestía a mi madre y a mi tía con pantalones para ir al colegio. Todo el mundo se reía de ellas porque no llevaban falda como las demás. Se sentían diferentes y les dolía que se metiesen con ellas.

Pero todo esto no era por una cuestión de rebeldía y protesta contra el machismo sino por una mera solución práctica. En Salamanca, en invierno, hace mucho frío y mi abuela recorría con mi madre y mi tía todos los días para llegar al colegio una larga distancia. Las niñas iban subidas en un burrito y para que no les cogiese el frío y se pusiesen enfermas, en vez de ponerle las faldas con los calcetines hasta las rodillas que se estilaban entonces, las llevaba bien abrigadas con unos pantalones, pese a lo que pudiesen decir las vecinas.

Cuando me imagino el sacrificio que tenían que hacer para acudir a la escuela me enternezco un poco y pienso en esos padres de ahora que pueden permitirse el lujo de llevar a sus hijos al colegio en el coche, al calorcito de la calefacción.

De todas formas agradezco a mi abuela su osadía y el valor que mostró al ignorar los comentarios de sus vecinos, cosa que no debió de resultar fácil. Gracias a mujeres como ella, el género femenino ha podido ir adquiriendo un poco de igualdad. Además, esto demuestra que no hace falta realizar grandes hazañas para conseguir que la vida de la gente sea cada día un poco mejor.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Cuando estuvo haciendo los servicios sociales

En tiempos de Franco, mientras los hombres estaban obligados a hacer la mili, las chicas jóvenes tenían que prestar servicios sociales. La mayoría de las veces acababan en hospitales o conventos ayudando a las monjas en el oficio de enfermeras. Pues bien, mi abuela no iba a ser diferente y tuvo que ir también a un convento como interna para prestar los servicios sociales.

No os creáis que lo tenían más fácil que los chicos en la mili, sobretodo las novatas sufrían mucho los primeros días, por las bromas que les gastaban. Aunque las novatas no eran las únicas en recibir las bromas, ya que las monjas a veces también eran víctimas de las ocurrencias de las chiquillas.

Estando mi abuela en el convento, a una de las chicas se le ocurrió salir al patio y cazar un murciélago (animales que ya hace mucho tiempo que yo no veo ni siquiera en el campo). Cuando entró les enseñó al resto su captura y sujetándole las alas le metió un cigarro en la boca. Mi abuela me decía cuando me contó la historia: "si vieras cómo chupaba el jodío el pitillo...". Pero la trastada no quedó ahí. A la cabecilla del grupo no se le ocurrió otra cosa que llevar el murciélago hasta la habitación una monja "que tenía muy mala leche" y con unas puntas lo clavaron en la puerta por las alas "como si fuera Jesucristo" y le pusieron de nuevo el pitillo en la boca. Cuando la monja fue a entrar a su habitación y alumbró con el candil la puerta pegó un grito que se escuchó en todo el edificio y la pobre calló al suelo desmayada.

Sabiendo esto, no sé quién gasta las bromas más raras, los chicos o las chicas. Vosotros diréis.

miércoles, 5 de agosto de 2009

El porqué mi abuela no lleva pendientes

Os voy a contar el porqué mi abuela no lleva pendientes. La historia comienza un día de colegio cualquiera en el que a la profesora puso a las alumnas a zurcir calcetines de su marido. Ya se sabe que en aquel entonces la enseñanza era un poco distinta y a las niñas se les enseñaba a coser, zurcir, bordar y otras muchas labores del hogar. Lo poco que mi abuela aprendió fue gracias a su padre que le enseñó a leer, escribir y a hacer cuentas. En esto último puso mucho empeño y mi abuela a día de hoy hace multiplicaciones, divisiones, sumas y restas de memoria y más rápido que cualquiera de sus nietos.
Pues bien, imaginaos a mi abuela con 9 años y queriendo aprenderlo todo teniendo que desperdiciar el tiempo de colegio teniendo que zurcir calcetines. En un par de ocasiones ya se había quejado a la maestra por tener que hacer esa labor y había recibido un par de buenos golpes con el huevo de madera que se introducía dentro de los calcetines para poder remendarlos más cómodamente.
La forma de dar la clase no había variado y su padre le había dicho que para ir a la escuela a coser lo del marido de la profesora, bien podía coser los calcetines de casa, que en su familia también había que zurcir calcetines.
Al día siguiente cuando llegó a la escuela y la maestra le mandó zurcir de nuevo mi abuela sacó de su bolsita los calcetines de uno de sus hermanos. Entonces la señorita le preguntó: ¿Qué hace? ¿Qué pretende? y mi abuela dijo que su padre le había mandado. Entonces agarró a mi abuela por las orejas y le arrancó los dos pendientes de cuajo, rajándole el lóbulo de la oreja.
Para que veáis que en la antigua escuela sí que se llevaba lo de "LA LETRA CON SANGRE ENTRA".

viernes, 22 de mayo de 2009

La gallina que desapareció

Quiquiriquí.... quiquiriquí.... el gallo anunciaba el despertar de un nuevo día en el pueblo. La mujer se levantó de la cama, se lavó la cara con agua bien fresca de la palangana y tomó vorazmente su desayuno constituido por un tazón de leche de cabra y una hogaza de pan con aceite. Después del almuerzo se dirigió al corral donde las gallinas esperaban también su comida. Se quedó mirando cómo comían y de repenté se dio cuenta que le faltaba una gallinita, una de las más pequeñas en el corral.

La mujer pensó que sería cosa de un zorro o algún otro animal pero lo estraño es que no había forma de entrar en el corral y las otras gallinas no habían sido atacadas. No, no, no, la gallina tenía que faltar desde el día anterior, antes de encerrarlas en el corral. Por si había pasado la noche fuera, la pobre mujer empezó a buscarla por las callejuelas del pueblo.

La mujer iba llamando por la pobre pollita intentando encontrarla hasta que mi abuela escuchó lo que estaba pasando. Aún era pequeña e inocentemente le preguntó que qué gallina le faltaba. La mujer le explicó que una de sus pollitas.
(Antes de contar el desenlace de la historia he de decir que en aquella época las niñas del pueblo no podían permitirse comprar muñecas ni otros juguetes con los que estar entretenidos...) Así que mi abuela apenada le dijo: "Ahhh esa es con la que jugamos ayer mi amiga y yo... yo hacía que era mi hijita que se me había muerto. Así que decidimos enterrarla. Mi amiga hacía de cura y le hicimos un funeral y todo." La pobre mujer se vio poseída por la rabia, pero mi abuela también le dijo que le habían dejado fuera la cabeza para que pudiese respirar y que como se les había hecho tarde que la habían dejado allí.
La mujer corrió hacia donde las niñas habían estado jugando el día anterior. Esta vez la historia acabó bien para el animal ya que aún seguía viva después de pasar inmovilizada bajo tierra toda la noche.

jueves, 2 de abril de 2009

Al rico lomo

Era una tarde de verano, uno de esos días de calor bochornoso en Salamanca. Mi abuela y su hermano se encontraban solos en casa dispuestos a ponerse a regar el campo como les habían mandado sus padres. Pero de repente a los dos muchachos les entró hambre. Fueron a la cocina y no encontraron nada apetecible que llevarse a la boca. Eran tiempos de pobreza y escasez en España.
Pero a estos dos intrépidos niños, con el gusanillo que tenían, se les ocurrió ir a mirar a la despensa. Allí era donde guardaban sus padres la carne para la fiesta y cuando se iba a segar. Era costumbre por aquel entonces invitar a los vecinos que ayudaban en las labores del campo, a una buena comida. Y para ello dejaban apartados los mejores manjares a los que tenían acceso durante todo el año. Chorizos, lomo, salchichones y toda la carne que podían almacenar iba a parar al pequeño cuartucho. Llevaban meses sin probar la carne ni los embutidos, se apañaban comiendo el pan que cocían en el horno del pueblo y con las cosechas de las tierras que trabajaban.
Pues bien, había dejado a los dos pequeños famélicos buscando comida. Así que se subieron a un taburete y descolgaron una barra de lomo que colgaba del techo. Le apartaron la tripa y empezaron a comer. No les hacía falta ni pan. Del lomo embutido no dejaron más que un trocito pequeñísimo.
Así que tenían más fuerza que nunca para ir a regar el huerto. Una vecina se asomó y los vió que volvían ya a casa y les dijo que fuesen a hacer sus tareas como les habían mandado, pero ellos respondieron que ya habían regado toda la superficie. La vecina se quedó anonadada de lo rápido que lo habían hecho.
Por la noche cuando los dos estaban ya en cama, mi tío abuelo empezó a vomitar. El calor, el empacho de lomo y el sobresfuerzo que hizo regando le hicieron tener malestar en el estómago.Cuando mi bisabuela entró en la habitación empezó a gritar"¡Ay que el niño se nos muere, que se está deshaciendo por dentro!" No es que mi abuela fuese una exagerada, es que como vomitaba trozos de carne, y llevaban tanto tiempo sin probarla pensaba que eran trocitos de los órganos de su hijo.
Mi abuela escuchó los gritos y fue a ver que pasaba. Entonces confesó. "No madre, no, no se está muriendo, son trozos de lomo que hemos merendado esta tarde". Mi bisabuela salió disparada hacia la despensa, y viendo que el embutido había desaparecido se enfadó muchísimo y los castigó.
Pero lo peor fue que mi bisabuela no sabía qué hacer. Tenía que conseguir más comida para la siega que se aproximaba.


lunes, 9 de marzo de 2009

Los pollitos


Esta primera anécdota que voy a contar es posiblemente la más mítica y conocida en mi familia. Mi abuela tenía unos 6 añitos cuando pasó.

Mi abuela, hija de campesinos, vivía en un pueblo en la provincia de Salamanca. Es un pueblo pequeño, con casitas de piedra y estrechos caminos. Como en casi todos los pueblos, en la Plaza estaba el ayuntamiento, la iglesia, y no muy lejos estaba el frontón donde los niños y jóvenes solían jugar a la pelota.

Pues bien, un día en el que mis bisabuelos estaban tan ocupados como siempre, ya que tenían que salir a trabajar el campo, cuidar los animales... le encargaron a mi abuela, que era muy pequeña que cogiese a los pollitos y los metiese en una cesta para llevarlos al mercado.
Sus pequeñas manos, pero curtidas por el trabajo, intentaban coger a los pollos que salían corriendo para meterlos en la cesta. Iba cogiendo con cuidado uno a uno y metiéndolos en su mandilón que tenía recogido haciendo una pequeña bolsita hasta que hubo juntado unos cuantos. Luego los depositó dentro de la gran cesta. Acto seguido se dirigió a capturar a otros poquitos que quedaban en el corral pero cuando llegó a la cesta se encontró que los pollitos habían saltado fuera de la cesta de mimbre. Y los empezó a volver a meter, pero ellos no se estaban quietos dentro. Se estaba haciendo tarde y su padre, que tenía un fuerte carácter, la iba a regañar. Así que vió unas tijeras encima de una mesa y decidió que si le cortaba las patas a todos, los polluelos ya no saldrían de la cesta y acabaría antes.

El remedio fue peor que la enfermedad. Cuando mis bisabuelos la descubrieron cortando las patas de los pollos ya era tarde, y muchos de ellos ya estaban muertos. Naturalmente, mi abuela no se zafó de una buena reprimenda y bien seguro que le cayó un gran castigo.

Ya véis, cosas de niños... Y después nuestra generación es la que ha salido atravesada.